Ana Vásquez, vecina de Tibás, aún recuerda cómo se le partió el alma el día que su perrita Shinny, una chihuahua que fue parte de su vida durante 16 años, falleció.
En casa quedaron ella, su esposo Guillermo y su hija Lucy sintiendo un vacío del tamaño de un océano. Shinny no era una mascota más, era una hija con cola, una compañera de vida que estuvo en todos los momentos importantes de la familia.
La decisión de Guillermo fue clara: “No vamos a tener más perros, por lo menos durante un año”. El luto era demasiado profundo y el dolor, aún más.
Dos meses después, Lucy convenció a su mamá de pasar a ver perritos en una veterinaria. Y ahí estaba él. Una bolita de pelo de apenas tres meses, con ojos vivos y corazón de cachorro, esperándolas tras una ventana. Lucy pidió llevárselo, pero doña Ana se negó.
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Sin embargo, algo dentro de ellas se movía cada vez que lo veían. El pequeño estaba siempre en el mismo lugar, juguetón, curioso y, sobre todo, con una mirada que parecía pedir amor.
“Pasamos 15 días visitándolo. Siempre estaba ahí, como esperándonos. No era para ninguna otra familia”, recuerda doña Ana, con una sonrisa cargada de ternura.
“Yo sentía que ese perrito no se iba porque nos estaba esperando. Era como si supiera que tenía un lugar con nosotros, aunque aún no lo aceptáramos”, agrega.
El milagro de Guafle
Un día, simplemente no pudieron más. Ana compró al peludito y le pidió a Lucy que fuera ella quien se lo presentara a su papá. El momento fue de película.
“Mi hija llegó, se lo puso en las manos y Guillermo se puso a llorar de la felicidad. A partir de ahí, ha sido él quien más apegado está a Guafle”, dice la mamá humana con el corazón lleno.
Es de raza pomerania, hoy con 2 años y 8 meses, se ha convertido en el nuevo rayito de sol de la casa.
“Nos quitó el dolor que teníamos por la otra perrita, nos ha hecho mucho bien. Nos volvió a llenar la casa de vida, de risas, de correteos y de pelos en el sillón”, asegura la mamá perruna.
Incluso, como símbolo de todo ese amor, hicieron una caricatura con inteligencia artificial donde Shinny le entrega a Guafle a la familia. Porque así lo sienten: como si Dios les hubiera enviado una nueva oportunidad de amar con cuatro patitas.
Y eso que no quería
Don Guillermo, quien antes veía con muchas dudas el dolor ajeno por la pérdida de una mascota, cambió por completo.
“Con Shinny entendí lo que significa amar a un perrito. Me dediqué a chinearla mucho los últimos dos años, pero se enfermó muy rápido. En 48 horas se nos fue. Fue un golpe sentimental que nunca imaginé”, confiesa.
El día que llegó Guafle, don Guillermo estaba encerrado en su dolor, tomando café, escuchando música clásica. Su hija lo sorprendió con el cachorro y en cuanto lo alzó en brazos, sintió que el corazón se le acomodaba otra vez.
“Fue amor a primera vista. En ese momento entendí que era amor para siempre”.
Ahora no hay día que pase sin que Guafle le arranque una sonrisa. Le habla, lo chinean, lo peinan y hasta le inventaron un podo: “Terapia de amor”, porque llegó a sus vidas a aliviar el dolor de la pérdida.
Terapia peludita
Guafle no solo es juguetón, cariñoso y lleno de energía. También tiene un talento especial: detectar la tristeza de su papá.
“Hay días en que estoy trabajando, llueve, estoy nostálgico, y me pongo a recordar a Shinny. Cuando se me sale la primera lágrima, Guafle se da cuenta, se me viene encima y se acurruca. Me quita la tristeza”, cuenta Guillermo, conmovido.
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Es un perrito que no necesita palabras para sanar. Con solo una mirada o al subirse al regazo, le recuerda a esta familia que todavía hay espacio para el amor, aunque duela un poquito al principio.
El hermanito chiquitico
Lucy, de 27 años, fue la que más insistió en llevar a Guafle a casa. Hoy no lo suelta.
“Es como su hermanito chiquitico”, dice doña Ana, quien también reconoce que la veterinaria donde lo compraron las ayudó con todo lo necesario, ya que no estaban listas para un nuevo perrito.
“Nos guiaron, nos dieron lo que se ocupaba, y poco a poco fuimos entendiendo que Guafle no era una mascota más, era una nueva historia”, asegura.
Ahora Guafle pasea, juega, adora a los niños, le encanta corretear por el patio y no deja pasar un momento sin llenar la casa de vida.
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“Es puro amor”, dice la mamá. Y uno lo cree. Porque a veces, para volver a sonreír, solo hace falta un perrito que te vea con los mismos ojos con los que uno mira al cielo cuando da gracias.