Luis Fernando Iribarren es uno de los asesinos más sanguinarios de la historia criminal de Argentina.
Considerado un homicida múltiple, el “carnicero de San Andrés de Giles”, luego de una discusión, mató con certeros disparos a su padre, a su madre, a su hermana y a su hermano. Eso, se sabe hoy, fue a mediados de 1986.
“Sin pensar, pero comprobando que estaba cargada, agarré el arma. Entré en la habitación en la que dormían mis padres y mi hermana. Con la seguridad de que tenía ubicados los cuerpos y de que no me hacía falta mirar, cerré los ojos. No sé si les disparé dos o tres balazos a cada uno”, expresó Iribarren ante el funcionario judicial que le tomó declaración.
“Salí de la habitación, siempre con el arma entre mis manos, cerré la puerta y pasé al dormitorio de mi hermano. A medida que me acercaba, miraba cómo dormía. Recuerdo que le pegué con el cañón del arma en la cabeza. En ese momento, sin pensarlo disparé una vez más. Después de que le pegué el balazo, mi hermano quedó con los ojos abiertos. No sé si se despertó por el ruido o por qué, en ese momento comenzaba a amanecer”, agregó el acusado al describir cómo mató a su familia en la casa de campo que tenían en la zona rural de Tuyutí, a 20 kilómetros de San Andrés de Giles.
Pero la furia asesina de Iribarren no se detuvo con los homicidios de sus padres y sus hermanos. Completar el registro que lo convirtió en uno de los mayores asesinos múltiples de ese país le llevó once años. En 1995 concretó el último de los cinco homicidios por los que lo condenaron.
Secreto se reveló
El 31 de agosto de ese año, en la comisaría de San Andrés de Giles se recibió una llamada que alertaba sobre la desaparición de Alcira Iribarren, una jubilada de 65 años.
Por entonces, Luis Fernando seguía en lo suyo, llevaba una vida normal. No lo sabía, pero el secreto que había ocultado durante más de 9 años estaba a punto de quedar al descubierto.
Cuando el policía Ramiro Álvaro Córsico llegó a aquella vivienda para verificar si había que preocuparse por lo que le habían dicho en aquella llamada telefónica, encontró una nota escrita en letra manuscrita: “Fui al velorio de mi tía Alcira”.
Lo llamativo del caso era que ninguno de los vecinos del barrio sabía que la maestra jubilada había fallecido. Cuando consultó en las funerarias de la zona, al policía le dijeron que no había fallecido ninguna mujer de 65 años. El nombre de Alcira Iribarren tampoco figuraba en las actas de defunción extendidas en los últimos meses, según comprobó.
Alcira también seguía estando viva para los cajeros del banco local y los funcionarios de la Caja de Jubilaciones, que le seguían pagando puntualmente la pensión que le correspondía por sus años de aportes como maestra.
Al consultar en la sucursal bancaria, uno de los empleados le dijo al metódico policía que, debido a que la mujer estaba imposibilitada de moverse por la enfermedad que sufría, un sobrino era quien se presentaba a cobrar la jubilación todos los meses.
Con este dato, el oficial le describió la situación al comisario Ángel José Santos, quien decidió ir a buscar al sobrino de la jubilada para llevarlo a la comisaría.
No les resultó fácil al oficial Córsico y al comisario Santos convencer a Iribarren de la necesidad de que los acompañara para “hablar”. Para entonces, los policías habían advertido que la docente jubilada no estaba en la casa y el sujeto comenzaba a caer en contradicciones.
“Estaba muy enferma y decidí ayudarla a terminar con el sufrimiento, tal como ella quería. Entonces procedí a asfixiarla. La tomé del cuello con mis manos. Pero debido a que con esa maniobra no se moría fui a buscar el arma que guardaba en la mesa de luz”, detalló el asesino ya en la comisaría.
La revelación
“No tuve el coraje de dispararle a mi tía con el arma porque me acordé de lo que les había hecho a mis padres y a mis hermanos, y no soportaría hacerlo de nuevo. Por lo que seguí buscando otro objeto. Al llegar al patio vi el hacha. En realidad, había dos hachas. Tomé la que tenía el mango más largo y me dirigí a la habitación de mi tía. Me paré al costado de la cama y le pegué dos golpes en el costado izquierdo de la cabeza”, manifestó el imputado, según consta en su declaración. Por supuesto, ese tramo de la declaración, esa confesión de un crimen que incluía la revelación de otros cuatro, no pasó desapercibida para nadie.
Al revisar la casa de Cámpora 1568, los policías advirtieron que había tierra removida a metros de la casilla donde se guardaban los tubos de gas envasado. Iribarren había excavado un pozo de casi medio metro de profundidad. Allí, cubierto con una sábana, estaba el cuerpo de la docente jubilada.
“Cuando la tía Cuqui comenzó a ver que no iba a vivir mucho tiempo me habló del color del cajón que quería. Llegó a mencionar lo triste que sería quedar en un cementerio, sola y lejos de todo lo que ella quería. Por lo que decidí enterrarla allí porque, para el caso, era lo mismo”, describió el acusado, al referirse a cómo cerró el capítulo de su quinto asesinato.
Según consideraron los diversos magistrados que intervinieron en el caso, “el acusado aportó datos que permitieron el esclarecimiento de nada menos que cinco homicidios”.
En un principio dijo que luego de matar a sus padres y hermanos abordó su Ford Falcon y se dirigió a encontrarse con su novia.
Al día siguiente regresó en el mismo Falcon. Cuando llegó al campo cargó uno por uno los cuerpos en el auto y los llevó hasta un pozo de agua. Iribarren afirmó en su reveladora primera declaración que los había arrojado allí antes de volver a la casa de su tía.
Creaba historias
Era mentira: Iribarren jugaba con los investigadores.
A partir de la declaración del imputado se montó un operativo para tratar de encontrar los cuerpos de Marta Isabel Lagevin y Luis Fernando Iribarren, los padres del acusado, y de María Cecilia y Marcelo, sus hermanos.
Los peritos del SEIT llegaron hasta el campo de los Iribarren. Allí, técnicos, uniformados y bomberos comenzaron a buscar los cuerpos en el pozo de agua señalado por el acusado. No encontraron ningún rastro de los cadáveres.
Iribarren aparecía como un especialista en armar historias mendaces. Para justificar la ausencia de su familia durante casi nueve años, les dijo a sus familiares y vecinos que su padre había atropellado y matado a un puestero, y que los amigos de la víctima habían intentado vengarse. Entonces, ante la posibilidad de que los atacaran, habían decidido irse a Bolivia. A la tía Cuqui le había dicho que sus padres habían tenido que irse intempestivamente a Paraguay por unas deudas que no podían afrontar.
Hasta ese momento, Iribarren estaba procesado por el homicidio de su tía. Entre los investigadores comenzó a crecer la sospecha de que había inventado el resto del relato sobre los asesinatos de sus padres y hermanos para lograr que lo declararan inimputable.
Pero luego de tres meses de búsqueda, el 15 de noviembre de 1995, los técnicos del SEIT hallaron los cuatro cadáveres “en una fosa común, sincrónica y primaria donde antes existía un chiquero”. En agosto de 2002, la Sala III de la Cámara de Mercedes sentenció a Iribarren a la pena de cadena perpetua más la pena accesoria de encierro por tiempo indeterminado, por los cinco crímenes. Es la misma condena que le fue impuesta a Carlos Eduardo Robledo Puch, el mayor asesino serial de la historia argentina, que a principios de la década del 70 cometió 11 asesinatos.
“El imputado hizo un relato pormenorizado de cómo mató a todos. Los enterró, hizo desaparecer rastros y huellas de los hechos. Además, con mendacidad, ocultó a terceros el destino de las víctimas”, sostuvo el juez Bruno en los fundamentos de la sentencia.
La única explicación que dio Iribarren ante el juez para justificar la masacre fue: “Les tenía bronca”.
Actualmente, el asesino está detenido en la cárcel de Gorina, cerca de La Plata. Terminó la secundaria y cursó una carrera universitaria, Comunicación Social, aunque no la completó.