Ukhia, Bangladesh
AP
Los recién casados dormían en su casa en el oeste de Myanmar (Birmania) en junio cuando siete soldados irrumpieron en ella.
La mujer, una rohinya musulmana que accedió a ser identificada por la inicial de su nombre, F, sabía lo suficiente para estar aterrorizada. Sabía que el ejército había estado atacando aldeas rohingya, como parte de lo que Naciones Unidas calificó de limpieza étnica en la nación de mayoría budista. Días antes había escuchado que los militares mataron a sus padres y que su hermano estaba desaparecido.
Ahora iban a por ella. Los hombres ataron a su marido con una soga y le pusieron un pañuelo en la boca. Le sacaron las joyas y le arrancaron la ropa. La tiraron al piso.
Y entonces, según su relato, el primer soldado empezó a violarla.
Ella forcejeó pero cuatro hombres la sujetaron y le pegaron con palos. Su marido finalmente pudo quitarse la mordaza y gritó.
Y ella vio como un soldado disparó una bala al pecho del hombre con el que se había casado solo un mes antes. Otro militar le rebanó la garganta.
Sus recuerdos se vuelven borrosos. Cuando los soldados terminaron, la arrastraron fuera y le prendieron fuego a su casa de bambú.
Pasaron dos meses hasta que se dio cuenta de que su sufrimiento estaba lejos de terminar: Estaba embarazada.
Más de tres meses después de que los hombres irrumpieran en la casa de F, la mujer vivía con sus vecinos, una pareja con un niño de cinco años. El momento de su violación dejó pocas dudas sobre que el bebé que crecía en su interior era de uno de los hombres causantes de su dolor.
Solo podía rezar para que las cosas no empeoraran. Y entonces, una noche de mediados de septiembre, lo hicieron.
Los hombres rompieron la puerta. En esta ocasión eran cinco, según recuerda F. Degollaron al niño y mataron al hombre.
Después se volvieron hacia la esposa de su vecino y hacia F. Y su pesadilla volvió a comenzar.
Les arrancaron la ropa y las tiraron al piso. La amiga de F se resistió y los hombres le pegaron con tanta fuerza que la piel de sus muslos comenzó a caerse.
Pero las ganas de pelear de F se habían terminado. Sintió como su cuerpo se ablandaba, sintió correr la sangre entre sus piernas cuando el primer hombre la forzó, y después el segundo. Tres hombres agredieron a su amiga.
Cuando todo terminó, las mujeres estuvieron tendidas sobre el piso durante días.
Finalmente, F logró ponerse en pie, levantando a su amiga. De la mano, se tambalearon hasta llegar a la siguiente aldea y comenzaron un viaje de 10 días hasta Bangladesh.
Ahí es donde vive ahora F, en un pequeño refugio de bambú entre dos letrinas inmundas. Y es ahí donde F reza para que su hijo sea un niño, porque este mundo no es lugar para una niña.
El bebé será la única familia que le quede a F. Para ella, su peor recuerdo de la agonía que pasó representa de algún modo su última oportunidad para ser feliz.
“Todo el mundo ha muerto”, dijo. “No tengo a nadie que me cuide. Si entrego este bebé, ¿qué me quedará? No tendré nada por lo que vivir”.
Y es que las violaciones de mujeres rohinya por parte de las fuerzas de seguridad de Myanmar han sido generalizadas y metódicas, según halló The Associated Press luego de entrevistar a 29 mujeres y niñas que huyeron a Bangladesh, el vecino país. Estas sobrevivientes de agresiones sexuales que ahora están campos de refugiados fueron entrevistadas por separado y de forma extensa.
Las mujeres dieron sus nombres a la AP, pero accedieron a ser identificadas en público solo por su inicial, citando el miedo a que ellas o sus familias puedan ser asesinadas por el ejército birmano. Tienen entre 13 y 35 años, proceden de una amplia zona de aldeas en el estado de Rakhine y describieron ataques ocurridos entre octubre de 2016 y mediados de setiembre pasado.
A pesar de esto, las historias guardan un perturbador parecido, los uniformes de los atacantes y los detalles de las agresiones sexuales en sí.
Los testimonios refuerzan la opinión de Naciones Unidas de que las fuerzas armadas birmanas están empleando sistemáticamente la violación como una “herramienta calculada de terror” destinada a exterminar al pueblo rohinya.
Cuando los periodistas preguntaron sobre las acusaciones de violación durante una visita organizada por el gobierno a Rakhine en setiembre, el responsable de asuntos fronterizos del estado, Phone Tint, respondió: “Esas mujeres afirmaban que fueron violadas, pero miren su apariencia, ¿creen que son tan atractivas para ser violadas?” .
Médicos y cooperantes, sin embargo, dicen estar sorprendidos por el enorme volumen de casos y sospechan que solo una parte de las mujeres han denunciado su caso. Médicos Sin Fronteras ha tratado a 113 sobrevivientes de violencia sexual desde agosto, un tercio de ellas menores de 18 años. La más joven tenía 9.
Todas las entrevistadas por la AP describieron ataques en los que participaron grupos de hombres, a menudo asociados a otras formas de violencia extrema. Todas menos una dijeron que los agresores vestían uniformes de estilo militar, normalmente de color verde oscuro o de camuflaje. La única que señaló que sus violadores vestían ropa de calle explicó que sus vecinos los identificaron como pertenecientes al puesto militar en la zona.
Muchas contaron que los uniformes tenían varios parches con estrellas o, en un par de casos, flechas. Estos distintivos representan las distintas unidades del ejército de Myanmar.
Aunque la magnitud de estos ataques es nueva, el uso de la violencia sexual por parte de las fuerzas de seguridad birmanas no lo es. Antes de convertirse en la líder civil del país, Aung San Suu Kyi dijo que el ejército usaba la violación como un arma para intimidar a las nacionalidades étnicas.
Pero el gobierno de Suu Kyi no solo no ha condenado las recientes acusaciones de violación, sino que las calificó de mentiras. En diciembre de 2016, las autoridades emitieron un comunicado poniendo en duda los reportes de agresiones sexuales a mujeres rohinya, acompañado de una imagen que decía “Violaciones Falsas” .