La muerte trató de llevarse a Alexánder Fernández Vargas durante un grave accidente de tránsito, pero él fue más fuerte y se le zafó aunque hubo quienes pensaron que ya no había nada qué hacer por él, incluidos algunos médicos.
Vamos hasta el sábado 10 de diciembre del 2011, un día que comenzó para Alexánder a las 3 de la mañana porque se iría de pesca con nueve amigos a bahía Ballena, en el sur del país.
No era la primera vez que los diez amigazos se iban a pescar. Lo hacían siempre que podían, les encantaba. Aquel viaje lo habían esperado mucho, tenían tiempo de querer quitarle el récord de haber sacado el pez más grande a Marvin Aguilar, quien en el río Frío había pescado un guapote enorme.
Aquel amanecer del 2011, Alexánder no quiso despertar a su esposa, Virginia Arguedas, ni a su hija Alexa (entonces de 14 años). Pensó que era mejor llamarlas más tarde, ya desde Ballena, para decirles que había llegado bien.
Se preparó un vaso de chocolate frío y se fue a sacar la microbús que un amigo le prestó el día antes para hacer el paseo. Los diez amigos no querían hacer el viaje por separado, pensaron que era más divertido ir todos en la micro.
Cambio de planes
Alexánder se encargó de recoger a cada uno de los amigos. El último fue Germán Hernández, quien esperaba frente a la plaza Santa Fe de Pavas, eran ya las 3:40 de la madrugada.
En una gasolinera llenaron el tanque y después hicieron una oración para poner el viaje en manos de Dios. En aquella ocasión le tocó a Walner Fallas dirigir algunas palabras al cielo.
A las 4 de la mañana ya estaba todo listo y el grupo deseaba llegar para empezar a probar suerte en el mar.
“El plan original no era ir a bahía Ballena, siempre alistamos todo para viajar a la montaña, en San Carlos, pero cambiamos la decisión de último momento para complacer a Marvin, que se moría de las ganas de pescar en el mar”, recordó Alexander quien nació, creció y vive en San Antonio de Escazú.
A eso de las 5:20 de la mañana ya estaban en Jacó y pararon para tomarse algunas fotos en la parte alta (donde ahora está el nombre del lugar) porque los amaneceres allí no un espectáculo.
Luego de la pausita, a volver a la carretera.
“Cuando íbamos por Manuel Antonio, Marvin, quien estaba sentado a la par, iba sacando fotos y en eso me dice: ‘Alex, vea esa nube a la derecha; eso es una mano, es la mano de Dios que nos está cuidando, es una buena señal’”, recuerda.
Lo impensable
Minutos después del comentario de la mano en las nubes --en una curva, ya pasando por Dominicalito-- lo que iba a ser un paseo tranquilo y muy divertido se transformó por completo.
Un pick up Hilux Toyota gris, de doble cabina, invadió el carril por el que iba la microbús y los dos vehículos, que iban como a 75 kilómetros por hora, se dieron con todo. Eran apenas las 6:15 de la mañana.
“Fueron milésimas de segundo, pero las sentí como horas. Fue un asunto de un frenazo, vidrios quebrados, todo como en cámara lenta, después un profundo silencio, un silencio de muerte. No se pueden explicar ese tipo de silencios y uno jamás lo entiende hasta que lo vive. No se escucha nada y se siente la muerte”, narra Alexánder.
“Segundos después vuelve el ruido: gritos, lamentos. Yo estaba aturdido, no entendía ni sabía lo que había pasado. Como que se detiene el tiempo, uno solo escucha gritos y quejidos. Uno se pregunta ‘¿qué pasó, qué me pasó? Lo único que sentía era un dolor fuerte dentro de mí, sentía como que me estaba quemando por dentro”.
Marvin, el amigo que iba a la par, gritaba mucho, tenía vidrios en los ojos. Alexánder pedía que le quitaran el cinturón para ayudarle a Marvin. Los otros ocho amigos abrieron la puerta de la micro a como pudieron y salieron.
Unos tenían quebrado un tobillo, otros una clavícula, uno se abrió la frente horrible y botaba mucha sangre. A Germán Hernández no le pasó nada, es pequeñito, delgado y lo protegieron los asientos al momento del bombazo.
Todavía aturdido por el choque, Germán se iba a donde los compañeros y después volvía a donde Alexánder y le preguntaba ‘Alexito, ¿se siente bien?’, no lo dejaba responder y se volvía a ir para atrás. Varias veces hizo lo mismo y Alexánder no entendía por qué, tampoco por qué no le ayudaban a quitarse el cinturón.
Sangre y diésel
Alexánder quedó prensado entre las latas de la micro, una Hyundai Grace de esas chatas, por eso casi no hubo carrocería que les amortiguara el golpe.
Todas las veces que Germán le pregunta si se sentía bien, Alexánder le respondía lo mismo: “Sí, sí, me siento bien, busque un cuchillo para que cortemos el cinturón y así ayudarle a Marvin, que está gritando mucho de dolor”.
Alexánder no tenía la menor idea que lo le había pasado, sus amigos sí.
“Logré ver dos pequeños ríos en la calle: uno del diésel de la microbús y otro de sangre. Jamás imaginé que esa sangre era la mía. Pasado un rato llegó un trailero con un tubo y a como pudo sacó a Marvin, que también estaba prensado, pero a mí nadie me hacía nada, no intentaban sacarme, eso me extrañó.
“Lo único que me decían los compañeros era: ‘Alex, aguante, usted puede, soporte esto”. Uno se desmaya y vuelve. Como la ambulancia tardó casi dos horas en llegar, pasé mucho tiempo en silencio y sin moverme, casi no escuchaba y a ratos volvía y después me volvía a desmayar. Pensaba en mi esposa, en mi hija y no quería dejarla tan pequeñita”, reflexiona.
“La gente que pasaba a ver el accidente decía: ‘Pero, ¿por qué a ese señor no le tiran una sábana?, ya se murió’. Se hicieron kilómetros de presa y todos lo que se asomaban decían lo mismo: ‘en ese accidente murió el chofer de la microbús’”.
Al sitio llegaron varias ambulancias, que recogieron a tres de los amigos y al chofer del pick up. A Alex lo mandaron para el Hospital Tomás Casas, en Osa. Germán se fue para acompañarlo.
Los siete que quedaron en el lugar fueron recogidos el mismo día por familiares y amigos que fueron por ellos con sus carros.
“Siento que yo estaba como entre vivo y muerto; me iba, venía, eran como escenas de una película, se me venía a la mente mi familia, el trabajo, la preocupación de dejar a mi hija sin papá”, recuerda.
En uno de aquellos momentos oyó que por medio del radio un cruzrojista decía que llevaban a un paciente “rojo”, es decir, muy grave.
“Yo penśe, ‘¿a quién llevarán tan grave?, pobrecito’”.
Recuerda Alexánder que Germán, llorando, le decía: ‘aguante, usted puede, aguante’. Y se mantuvo animándolo hasta que llegaron al hospital Tomás Casas, en Osa. A esas alturas Alex perdió el conocimiento.
Vuelo ambulancia
Ezequiel Sequeira, uno de los amigos del grupo, se había quebrado el brazo izquierdo y veía por una ventana cómo los doctores que atendían a Alex como que tiraban pedazos de carne en algo parecido a un balde.
Al poco tiempo a Alex, a Wagner y a Marvin los trasladaron en una avioneta de la Fuerza Pública a San José.
Llegaron a Base 2, en el aeropuerto Juan Santamaría, a eso de las 11 de la mañana. Aquel 10 de diciembre en la noche era el Festival de la Luz y ya estaba cerrado el paseo Colón. A los amigos los mandaron para el hospital San Juan de Dios, así que les pusieron dos oficiales del Tránsito motorizados para que le abrieran paso a la ambulancia.
Ya en el centro médico, a Alexánder le dieron apenas un 5% de esperanza de vida.
Estuvo cinco horas en el quirófano y durante ese tiempo, los doctores le insinuaron a la familia que era casi un hecho que iba a morir, que si despertaba de la operación, muy bien; si no, pues que se supiera que habían hecho todo lo posible.
“Cuando me desperté lo primero que vi fue una fuerte luz blanca y había un doctor, que me habló: ‘don Alexánder, ¿usted sabe lo que ocurrió?’; ‘sí, un accidente’, le respondí. ‘¿Sabe qué le pasó?’, me volvió a preguntar y le respondí que no. Fue entonces cuando me dijo: ‘perdió las dos piernas’”.
Recuerda que pasaron unos segundos que le parecieron una eternidad. “Y por fin le dije al doctor ‘¡pero tengo vida!’. Y con una sonrisa el doctor me dijo: ‘¡Esa es la actitud! ¡Siga adelante!”.
Alexánder dice que las oraciones del pastor Carlos Herrera y de su esposa, Eugenia Rodríguez, de la iglesia Ministerio Red de Vida, en Pavas, fueron fundamentales porque estaban afuera del San Juan de Dios cuando él llegó y no dejaron de pedirle a Dios por su vida.
Detalla que en el proceso de recuperación estuvieron presentes con apoyo moral y económico.
Alexánder jamás se ha dejado vencer por nada. A los tres meses del accidente ya daba los primeros pasos con prótesis y cuando estaba en la etapa de rehabilitación en el INS, de casualidad se metió a un aula donde estaban practicando voleibol sentado y como siempre le encantó el voleibol, se puso a mejenguear.
Hoy es seleccionado nacional y le ha tocado defender al país como deportista en Cuba, Canadá, Colombia, Perú y en toda Centroamérica.
“Los diez amigos siempre salíamos juntos, pero aquella mañana fue la que eligió Dios para cambiar nuestras vidas. Sin mis dos piernas he hecho cientos de cosas más que cuando las tenía. Agradezco a Dios la oportunidad de vivir, de disfrutar mi familia hasta el día de hoy.
“Además por defender los colores de mi patria, volver a caminar y hasta manejar carro porque al poco tiempo ya andaba otra vez manejando. Hubo gente que me quiso echar la sábana encima, que solo vio un cadáver, pero aquí estoy, nada de sábanas, sigo lleno de vida”.
El médico al que vio al despertar tenía razón: ¡Esa es la actitud!