Dos hermanos tenían a la venta un revólver, pero su confianza e inocencia facilitaron que un supuesto “comprador” usara el arma asesinarlos a ellos y a una niña de 9 años.
Este doloroso hecho, que ocurrió en 1982, me lo contó un pariente de Santa Cruz de Guanacaste. Me quedó grabado y de inmediato en mi cabeza empezaron a surgir muchas preguntas: ¿Por qué mató a los tres?, ¿quería la pistola o algo más?, ¿por qué atacó a la niña?, ¿cómo saber qué pasó?
La única forma de responderlas era yendo al lugar de los hechos, un pueblo pequeño y humilde llamado San José de La Montaña, en Santa Cruz.
Queda a unos 40 minutos del centro del cantón guanacasteco, en medio de la montaña, como bien lo dice su nombre. El camino es de lastre y las vistas de la bajura y del océano Pacífico son sencillamente espectaculares. Al llegar al pueblito solo una palabra se me ocurrió para describirlo: paz. Por eso resulta aún más increíble que allí mataran a dos hombres y a una niña a sangre fría.
El centro de San José de La Montaña tiene una gran plaza, una pulpería, una pequeña iglesia y unas poquitas casas. En la pulpería, con más de 50 años de existencia y llamada Margory, nos encontramos con su dueño, don Heliodoro Alvarado, de 74 años y quien dijo recordar perfectamente aquel trágico lunes 14 de junio de 1982.
Y no solo él recuerda ese día, es una historia que todos en el pueblo tienen grabada a pesar de que ya pasaron 39 años, desde los mayores hasta los más pequeños, unos la vivieron y los otros seguramente la han oído muchas veces.
Por eso, al relatar los hechos, don Heliodoro tuvo la “ayuda” de unas diez personas que le iban “soplando” datos, solo que ellos pidieron que el relato sea atribuido al simpático pulpero.
“Ese día yo estaba en Santa Cruz y una amistad me preguntó quiénes eran los muertos en San José de La Montaña, le dije que no sabía nada, que cuando salí del pueblo no había ninguna noticia. Me dijo que eran tres muertos, entonces me vine a averiguar qué había pasado porque tenía a toda mi familia acá”, explica don Heliodoro.
Afirma el pulpero que los protagonistas de esta triste historia se llamaban Miguel Gutiérrez Arroyo, de 75 años; José Gutiérrez Arroyo, de 70, y Roxana Gutiérrez Gutiérrez, de nueve (hija de Miguel, según cuentan los vecinos; en el Registro Civil no se puede corroborar ya que únicamente aparece el nombre de la mamá).
Don Heliodoro dice que sí, los hermanos estaban vendiendo un arma y respondió una de las preguntas que nos llevaron hasta el pueblo: el motivo del crimen.
“Lo que pasó fue que los señores habían vendido unas vacas, entonces el hombre (el asesino, de apellido Montoya) sabía que ellos tenían una plata en la casa. Esta persona llegó donde ellos con la supuesta intención de comprarles el arma. ‘¿Es cierto que ustedes tienen un revólver a la venta?’, les preguntó. ‘Sí, yo lo vendo’, respondió don José. Les pidió verlo, se los quitó y lo usó para amenazarlos”, detalla el pulpero desgranando recuerdos.
“Les dijo que le dieran la plata (de la venta del ganado) o que con ese mismo revólver los iba a matar. El otro hermano (Miguel) hizo a agarrar una cutacha (un machete pequeño) y entonces el hombre le disparó, (José) se le tiró encima y también le disparó y seguro para no dejar testigos mató a la niña”.
Móvil: robar
O sea, todo fue por quitarles el dinero, la venta del arma solo fue aprovechada por Montoya para cometer el delito, algo que nos confirman las noticias de entonces.
“Las bolsas de los pantalones de los adultos habían sido registradas... Aparentemente estas personas vendieron hace algunos días una propiedad y animales, lo que les generó cierta cantidad de dinero. Esto hacía presumir a la policía que el ataque fue con el objetivo de despojarlos de sus pertenencias”, se lee en una de las cuatro notas que publicó La Nación después del homicidio.
Días después, otro pequeño artículo del periódico confirmaba el móvil: “El motivo de la acción fue el robo de dinero”.
Un hermano lo vio todo
“¿Ya le contó que Isidoro se salvó de puro milagro porque estaba escondido?”, le preguntó a don Heliodoro una de las vecinas que estaban afuera de la pulpería.
Ese es un detalle que yo no conocía de la historia, pero que es clave. Isidoro Gutiérrez Arroyo era el tercer hermano y vio cómo mataron a sus tres parientes. Él fue quien contó con detalle lo sucedido a la policía y a sus vecinos.
“Él era especial (seguramente tenía alguna enfermedad o retardo mental) y cuando oyó la bulla se escondió en un cuarto de la casa. Pero como tenía unas hendijas, él se asomaba y vio lo que pasó”, añadió el pulpero.
Esto también fue destacado en las publicaciones de La Nación.
“Se salvó de perecer don Isidoro Gutiérrez, hermano de dos de las víctimas, quien es impedido y a gritos pidió auxilio. Estaba en una cama de la casa, a la que llegó una señora identificada como Bertilia Gómez y descubrió la situación”, se lee en la página 9 A del periódico del 15 de junio de 1982.
Ella fue quien corrió hasta el centro de San José de La Montaña (a unos 3 kilómetros de donde se dio el crimen) y unos hombres, al escuchar a la señora, fueron a corroborar lo ocurrido y con la ayuda del operador del teléfono público administrado de la localidad avisaron a la Guardia de Asistencia Rural de Santa Cruz.
“Fueron días feos porque uno no está acostumbrado a que pasen cosas así en estos pueblitos”, Heliodoro Alvarado, vecino.
La niña estaba viva
Unas dos horas después del crimen llegaron oficiales de la policía y hasta ese momento se percataron que la chiquita seguía con vida.
“La niña se sacó viva de la casa, con signos vitales. Pero en el camino notaron que había fallecido”, recordó el pulpero.
“Para ello (llevarla al hospital) utilizaron el vehículo del delegado de la Policía de Tránsito. De camino, en el sector conocido como Lagunilla, confirmaron que la niña había fallecido”, añade una nota de La Nación.
Con los hermanos no hubo nada que hacer, murieron en su casa. “Recuerdo que los cuerpos los tuvimos que sacar a hombros porque en ese tiempo no se podía entrar en carro hasta ese lugar (la vivienda)”, aseguró don Heliodoro.
Algunos vecinos concordaron en que las tres víctimas eran buenas personas. “Era gente honrada. Los señores eran enojones, como la gente de antes, pero inocentes. No sabían ni leer, pero a la chiquita la tenían estudiando, estaba en la escuela”, comentaron.
Estaba escondido
Si bien el pulpero recuerda que pasaron varios días antes de que capturaran al sospechoso, la detención de Montoya se dio apenas unas horas después del crimen, momento en que se supo que no fue alguien de la comunidad y que tenía cuentas pendientes con la ley.
Lo agarraron gracias a que unas 30 personas, entre guardias rurales, agentes del OIJ y personas particulares se apuntaron a la búsqueda. Un trillo con un rastro de sangre los llevó hasta el objetivo.
“Montoya, según se estableció, tenía cierto tiempo de estar escondido en la zona, ya que contra él había una orden de captura por otro delito (presunto asalto a mano armada), emanada del Juzgado de Instrucción de Escazú, según el OIJ”, dice un artículo de La Nación en el que se informó que el sospechoso había confesado el crimen de los hermanos y la niña.
“Luego se supo que no era del pueblo, vivía con una muchacha de acá, se conocieron en San José y se vino con ella, tenía antecedentes de robo y asaltos. Nadie lo conocía”, recordó muy acertadamente el pulpero.
Añadió que el asesino confesó que había escondido el arma en una letrina, donde efectivamente la encontraron.
Días después, los cuerpos de las tres víctimas regresaron al pueblo y, en compañía de muchos vecinos, fueron llevados al cementerio de 27 de Abril de Santa Cruz, donde los enterraron juntos. No olvidan que les dieron la orden de sepultarlos rápido, por lo que ni siquiera una misa pudieron hacer.
9 años tenía la niña que fue asesinada por Montoya.
“A mí me daba miedo porque cuando iba al colegio tenía que pasar por ahí (por la casa), entonces pasaba corriendo”, recordó uno de los vecinos, lo que refleja cómo el triple crimen marcó a la comunidad.
Don Heliodoro cree que este triste episodio vivirá siempre en la mente de los pobladores porque fue la única vez que vivieron un susto de ese calibre.
“Nunca más se ha dado algo así, y esperemos que siga así. Hay cosas que pasan, pleitos o heridos con machetes, pero así muertos no. Nunca lo vamos a olvidar, todos lo recordamos porque eran señores inofensivos que vivían a la voluntad de Dios.
“Este pueblo es muy tranquilo, a todo el mundo se recibe bien, somos muy amigables, tenemos la dicha de que no hay vicios de drogas. Vivimos felices, es un ambiente bonito, eso que pasó fue de una sola vez”, asegura don Heliodoro con mucha seguridad.
Solidaridad
Gerardo Castaing, catedrático y exjefe del OIJ, nos explicó el porqué un caso así se graba en el recuerdo de toda una comunidad.
“En los lugares rurales hay mucha solidaridad y por eso cuando se da un hecho así, especialmente cuando hay chiquitos de por medio, deja una marca muy profunda”.
Don Gerardo también dice que, en este caso, sin lugar a dudas un factor muy de peso fue que la persona no era del pueblo.
“Si un delincuente emigra de la capital a un sitio tranquilo es posible que encuentre circunstancias que le permitan cometer los delitos.
“Lo que pasa muchas veces, como en esta, es que la gente se confía y expone sus bienes (en este caso la venta del ganado) y eso estimula la ambición del delincuente para cometer el crimen”, aseguró.
En este tranquilo lugar que es San José de la Montaña, desde donde el Pacífico muestra toda su grandeza, se hablará durante mucho tiempo del triste 14 de junio de 1982, cuando alguien llegó de fuera para hacer daño.