Donde antes crecían peces ahora hay vacas y matas de banano. La vida en Congo Mirador, un pueblo que parecía flotar sobre las quietas aguas de una laguna en Venezuela, se ahogó entre barro y maleza.
A este sitio llegaron a llamarle la Pequeña Venecia.
“¿Cuándo habías visto vos matas en plátano aquí?”, pregunta un pescador mientras navega los canales improvisados en este asentamiento en el estado Zulia.
Congo Mirador, famoso por estar dentro de la llamada “capital mundial de los relámpagos”, en el lago de Maracaibo, se ahogó en los sedimentos arrastrados por el río Catatumbo, que nace en Colombia y desemboca en este lago, uno de los más extensos de Sudamérica.
Con su cauce natural alterado para la irrigación de fincas, el río fue arrastrando plantas acuáticas y barro hasta tapar al pueblo.
“Esto era una laguna hermosísima, la laguna se sedimentó y lo que tenemos es puro monte”, describe Euclides Villasmil.
Unos pilotes es todo lo que queda de la enfermería local. Ponerse mal en este pueblo puede ser una condena. Muchas estructuras han sido desarmadas: se han llevado puertas, techos, paredes; de 200 familias, quedan unas 10.
Con la sedimentación, que ya era incontrolable en 2013, comenzaron a meterse serpientes, sapos y otros animales en las viviendas. Estos cambios provocaron la migración progresiva de buena parte de las 700 personas que llegaron a vivir entre las aguas de este ecosistema rodeado por bosques de manglares.
“No lo dejaré perder”
Congo Mirador parece, visto con un dron, una pradera cubierta por vegetación, pero en realidad es un gran pantano con algunas casas ruinosas.
Negado a que todo se tape, Douglas Camarillo, de 62 años, duró quince días abriendo canales por donde pasan los botes. Con el barro hasta el pecho, excavó manualmente unos 130 metros por los que ahora puede atravesar su lancha y las de sus pocos vecinos.
“Yo a mi pueblo no lo dejo perder, mientras Dios me dé vida a Congo no lo dejo perder”, comenta.
El sedimento que sacó sirvió para plantar varias matas de plátano.
Antes, el ruido de lanchas pesqueras se oía desde la madrugada. Ahora hay un silencio casi sepulcral, solo interrumpido por el canto desesperado de aves en jaulas tan diminutas que apenas pueden moverse.
Otros negados a la vida en tierra, desarmaron sus viviendas y las trasladaron en lanchas a la vecina laguna de Ologá.
La iglesia es una de las pocas estructuras que se mantiene casi intacta, aunque hace años que no se celebran misas allí.
En el altar, con cortinas y mantel, hay jarrones con flores plásticas, un cáliz algo oxidado y varias imágenes religiosas, la más grande, una de la virgen del Carmen, ampliamente venerada en estos pueblos.
Un gran golpe
Como si se trasladara en un túnel del tiempo, Janeth Díaz recuerda el 1 de junio de 2016 como uno de los días más tristes de su vida.
“Tener que migrar de Congo ha sido lo más fuerte de nuestra vida”, relata desde su nueva casa en Puerto Concha, un pueblo en tierra a unas tres horas en lancha.
Se fue con su mamá enferma, que falleció unos meses después de la mudanza. Lo mismo con sus dos perros, que también murieron. Sus hermanos también migraron.
Para Janeth, de 59 años, Congo Mirador, era su “pequeña Venecia” en la que “todos eran una gran familia”.
Pero cuando comenzó a ver el barro cubriéndolo todo y le daba miedo llegó a su límite: “Sentía que me atrapaba eso”, dice.
Además de la sedimentación, los que se quedaron sufren duras carencias: falta de gasolina, los dos generadores a combustible que daban electricidad al pueblo llevan años dañados, la antena que les suministraba señal telefónica tampoco funciona y los alimentos son limitados.
“Mi mamá se murió en Maracaibo y no pude ir, tres hermanos no pudimos ir al funeral, es fuerte, uno está varado por combustible”, lamenta Erwin Gotera, nacido hace 33 años en este paraje.
Buena parte de la pesca se va en pagar combustible. Por ejemplo, si pescan 200 kilos de pescado deben invertir 100 para comprar unos 20 litros de gasolina.
Aquí “la gasolina es lo que nos mata”, remarca este padre de tres niños.